Son casi las seis de la tarde, aunque si miro por la ventana el clima parece avisarme que el otoño está llegando de a poco, hay vestigios aún de un verano que insiste en no querer dejarnos. Queda una hora aproximada de sol en la esquina de una ventana, por la cual pretendo espiar qué pasa afuera. Me siento de cara al frente, a terminar de bordar mientras escucho música.
La canción es la misma que sonaba aquella mañana que, por primera y única vez, mostré una parte de mí escondida en algunos lugares de Londres.
Escribe: Esdian
Foto principal Sapo de otro pozo
Foto relojes Roxi Gonda
—¿Qué querés conocer?— le pregunté tratando de descifrar qué tipo de turista era.
—Llevame vos a pasear, es la primera vez que estoy de este lado— dijo mientras sus ojos se perdían en los autobuses de dos pisos.
—¿De qué lado?— pensé en voz alta.
—Es la primera vez que cruzo el Atlántico—, me respondió mientras del bolsillo sacaba un rollito de papel.
—¿Sabes dónde puedo cambiar pesos por libras?—, dijo mientras me mostraba algunos billetes que me hicieron viajar en el tiempo.
No lo conozco. O sí. Quién sabe. De este lado ya soy otra, y él también, aunque caminar por Londres, por primera vez, le queda bien a cualquiera.
Pienso, mientras lo relojeo, con mis ojos marco las doce en punto, hora de empezar este paseo por mi ciudad.
—Se parece a Banfield esta esquina—, dijo al doblar en Adelaide Road.
—No conozco mucho de Buenos Aires, pero sé que los barrios de zona sur, llevan nombres de ingenieros ingleses por los ferrocarriles.
—¿Sí?— me preguntó sorprendido.
—Sí, de hecho, Edward Banfield, como se llamaba, murió acá en Londres—, dije con tono de maestra.
—Mira vos, sabés bastante de Argentina, para no vivir ahí.
—I used to live there— le respondí buscando la estación de tube.
—¿Qué?, mirá que no sé hablar en inglés, no entiendo nada—, me aclaró mientras de su bolsillo sacaba un mapa mal doblado.
—¿Querés tomarte el metro o caminamos?—,le pregunté sacando una Oyster que tenía lista para prestarselá.
—Es caro viajar acá me dijeron, caminemos, además no hace tanto frío.
Decidí tomar una ruta alternativa y mostrarle algunos lugares alejados, mis preferidos, donde solía perderme de vez en cuando los primeros meses.
Al principio sólo podía encontrar diferencias, pero, con el tiempo, aparecieron algunos parecidos.
Bordeamos una parte de los Jardines de Kensington y tomamos un descanso mirando las flores que crecen y que, entrada la primavera, muestran una combinación perfecta con el color anaranjado de las ardillas.
—¿Ardillas? ¿Hay ardillas?—, preguntó buscando con la mirada un ejemplar.
—Claro, mirá debajo de ese asiento lo que hay—, le dije señalando un banco en donde dos adolescentes se besaban sin respiro.
—¿Qué queres que mire? ¿El beso o la ardilla?— dijo sonriéndome.
—En este parque se sentaba a escribir James Barrie, el autor de Peter Pan. Su casa está alla—, dije señalando hacia la esquina de Leicester Terrace y Bayswater Road.
—Ah, mirá vos, a mí igual me gustan otras historias.
—¿Otras cómo?— pregunté extrañada
—Otras, distintas.
—¿No te gusta Peter Pan?
—Hay historias mejores que esa para contar en la infancia.
—Ah, entonces lo que te iba a mostrar no creo que te interese—, dije desilusionada.
—¿Qué es?
—Nada, hay una estatua de Peter Pan perdida en los jardines. Me encantan las flores que crecen en esta temporada a su alrededor.
—Vamos, voy a ver las flores, vos mirá la estatua—, me dijo entre risas.
Siguiendo el curso de The Long Water, llegamos al centro de los jardines.
Al acercarse al Peter Pan de bronce, me preguntó si esas eran las flores. Le conté que llevaba tres años viviendo en Londres, y nunca me había animado a arrancar una.
—Sigamos, que quiero llevarte a otro lugar—, le dije y mientras salíamos del parque, una ardilla nos siguió los pasos.
—Vamos a doblar acá, hoy hay una feria sobre esta calle y quiero aprovechar para comprar hilos—, le respondi, mientras dejábamos atrás Lancaster Road.
—¿Hilos para coser?— preguntó mientras preparaba la cámara de fotos.
—Para bordar, y creo que también quiero un poco de lana—, dije mientras intentaba localizar el puesto que vendía madejas sueltas.
—¿Qué vas a hacer?— me preguntó mientras caminábamos de frente por Portobello Road.
—Un saco, antes de que empiece a hacer frío—, y me puse a revisar unos percheros con cardigans de segunda mano. Le sugerí entonces que camináramos separados y que nos encontráramos al final mientras sacaba del bolsillo un monedero con algunas libras que me habían sobrado al final de aquel mes.
—Dale, pero… ¿Y si me pierdo?—, dijo con cara de preocupación.
—Nos vamos a volver a cruzar, don't worry—, le respondí guiñando un ojo.
Recorrí los puestos de principio a fin. Me distraje revisando percheros de ropa de todas las épocas, me probé sombreros de los años veinte y trajes iguales al vestuario de Elton John hasta que, en la primera esquina, lo vi. Sacaba fotos a un sinfín de collares con dijes en forma de reloj, mientras veía latas de lápices acuarelables.
—¿Los lápices?—, preguntó confundido.
Esa tarde él consiguió una caja de lápices nuevos. Yo no tuve tanta suerte.
Nos despedimos, sin ver el Big Ben, sin caminar por London Bridge y sin mirar las atracciones típicas de mi ciudad. El motivo, no lo sé. Solo sé que él me siguió los pasos.
—¿Viajarás a Buenos Aires alguna vez?—, me preguntó casi entrando en la estación de subte.
—No creo, pero te aviso cuando lo haga y me haces un tour por la zona sur—, le dije tratando de recuperar mi acento argentino.
—Hecho—, dijo despidiéndose con la mano.
Me di la vuelta y busqué el camino de vuelta a casa. Al llegar a la puerta metí la mano en un bolsillo para buscar las llaves y encontré un sobre de papel que al abrir contenía algunos hilos de colores para bordar, y un ejemplar de las flores del monumento. Al rato me llegó un mensaje que decía: "No sé si podrás tejer un saco como el que querías, pero, la parte del bordado, creo que ya está. Gracias por mostrarme la ciudad".
Ya anocheció. El bordado está casi listo, solo me falta un saco como el que imagino que me abrigue este invierno que decidí pasar en Buenos Aires, lejos de Londres, pero la cuarentena, me jugó una mala pasada.
La especie fabuladora. Nancy Houston
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