Siempre me llamó la atención la gente que recauda fondos para organizaciones de beneficencia en la calle. Funciona muy bien en Inglaterra. Se los ve muy motivados persiguiendo a quiénes pasan, les sonríen desde lejos y luego se aproximan. Saben cómo llamar la atención en pocas palabras.
En general, les huyo en cuanto los veo, no los entiendo mientras pienso para mí misma ¿a quien se le puede ocurrir donar dinero en la calle? Dejar los datos de su tarjeta de crédito a estos chicos divertidos que nos sacan una sonrisa en medio de marchas mundanas. Por otro lado apoyo –aunque sea mentalmente- a toda organización de beneficencia que haga cualquier esfuerzo por salvar el medio ambiente, los animales en peligro de extinción, los niños con hambre, mujeres maltratadas, etc.
Pero hoy fue mi turno, no lo pude evitar. Mientras esperaba en la puerta de un teatro en la zona de Leicester Square se me acercó un chico de remera naranja y carnet en la mano. Ya había huido avidamente un rato antes de otros dos que habían querido atraparme en la vereda de enfrente. Me preguntó que cómo estaba e inmediatamente me mostró una foto de un tigre de bengala. En extinción, me dijo, sólo quedan 3200 en el mundo. íEso es poco! pensé para mis adentros, lo sabía, pero no pensaba que eran tan pocos…
Así fue como descubrí que con un texto desde mi celular podía donar un par de libras y pagar el sueldo de alguien que vigila que cazadores no se hagan con el animal en las reservas donde viven. Me pareció justo. Yo también sonreí mientras sacaba mi celular, y mandé el texto. Luego me ofreció “adoptar” al tigrecito, a lo cual yo ya no estaba tan de acuerdo aunque en casa les hubiera encantado. Pero la cuestión es que me pareció un trámite sencillo y limpio, y lo más importante fue que sentí que realmente estaba haciendo algo más que llenarme la boca con que estoy en contra de la matanza de tigres cuando en realidad hago poco y nada para impedirlo.
La segunda situación curiosa ocurrió cuando regresaba a mi casa en el tren y la persona que iba en el asiento de adelante se dio vuelta y me ofreció un librito. Me dijo “es gratis” a lo cual yo lo miré desconfiada y sorprendida. Me respondió “para la felicidad”. No pude negarme, ¡claro! ¿Cómo iba a decirle que no a alguien que me está ofreciendo la felicidad en un pequeño libro si justamente es lo que estoy tratando de descubrir desde el día en que empecé a pensar?
No es poca cosa para ofrecer.
Lo empecé a leer con reticencia. Dice ser un libro sin intenciones religiosas y que puede ser reproducido. De todos modos cuando lo hojeé me di cuenta que los capítulos siguen en cierta medida el orden de los mandamientos. Me llamó la atención el capítulo de la higiene personal donde recomiendan sobre todo lavarse los dientes y me dio un poco a qué pensar. Pero tampoco lo critico, los fabricantes de pasta de dientes deben estar más que felices con esto.
No puedo juzgar la búsqueda de la felicidad de nadie y cada uno es dueño de intentar el camino que mejor le parezca. Yo también busco la mía.
Ojalá los tigres también encuentren la suya, por lo menos, sobreviviendo.
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