Cuando nuestros padres y abuelos emigraron se subían al barco, miraban el nuevo horizonte y cortaban inevitablemente porque no se concebía otra posibilidad. Se iban para no volver.
Demás está decir que, con suerte, la comunicación era por carta, y se mantenía así hasta que los más viejos se morían. Los que le seguían ya escribían con desgano y la cosa se iba perdiendo lentamente porque, sus hijos ya no sentían esa necesidad de enterarse de lo que había sido de las vidas de los hermanos y primos de sus padres o abuelos.
En nuestra realidad migrante, las distancias cambiaron tanto que es prácticamente imposible cortar con nuestro pasado y origen aunque así lo quisiéramos. Todos viajan de vez en cuando a ver sus familiares, reciben e-mails, hablan por Whats App, Skype, Messenger, y si no viajan se enteran igual cada vez que abren Facebook o Instagram.
Hoy buscamos a nuestra familia desconocida en las redes sociales, aparece gente con nuestro mismo apellido, nos hacemos sus amigos y, si tenemos suerte, puede que terminemos comiendo en su casa del otro lado del mundo. Es diferente… y si no lo hacemos nosotros por “equis” motivo, lo harán tal vez nuestros hijos porque siempre existe esa curiosidad de saber de “dónde somos”.
Tengo una teoría sobre el “gen migratorio” que brota en hijos de inmigrantes, —aunque no necesariamente en todos—, pero siempre hay uno dentro de la camada que lo tiene. Lo veo permanentemente, lo hablé con mis primos australianos y sólo uno de ellos lo tiene, pero también lo tuvo su abuelo que emigró un poco después que mi padre. Lo tenía mi tía, aunque nunca pudo despegar sus pies de Argentina. Yo también lo tengo.
El gen migratorio, en mi opinión se manifiesta de diferentes formas, y es imposible ocultarlo, a la larga sale.
Y como si de una enfermedad se tratara, hay una serie de características que podría agrupar a esta especie:
Quienes lo padecemos buscamos crear nuevos lazos, queremos saber de dónde venimos porque probablemente eso nos dirá hacia dónde nos dirigimos o porqué somos de tal o cual manera.
- Nos encanta encontrar coincidencias de gustos y costumbres.
- También sufrimos el desarraigo mucho más que aquellos que no le prestan demasiada atención al asunto.
- Hacemos árboles genealógicos con datos que le preguntamos a los parientes que nos quedan a mano y nos gusta conocer los nombres de nuestros bisabuelos y tatarabuelos. Nos fascina encontrar gente en Internet con nuestro mismo apellido, aunque no siempre nos topamos con el entusiasmo compartido de quienes contactamos.
- Coleccionamos fotos en blanco y negro de rostros que nos miran y que ya no están, pero que nos hablan porque nos legaron ese no se qué de tierras lejanas, nostalgia dirán.
- Comemos y cultivamos higos, cactus, vid, y todo lo que nos haga recordar a aquellos que nos sucedieron sintiendo una especial devoción por esos pequeños detalles que nos dan un vínculo geográfico con el pasado.
- Somos capaces de recorrer medio planeta para ver de dónde vino el abuelo y sacarnos una foto en la puerta de su casa desandando sus pasos por la callecita que lo vio partir.
En síntesis, sentimos una gran curiosidad por ese pasado que hoy pareciera repetirse y hasta aprovechamos los avances reales, ahora sí, para hacernos un test de ADN que nos asista con rigurosa exactitud y nos muestre el mapa de nuestros antepasados.
El gen migratorio es inquieto y revoltoso. Nos obliga a movernos, va más allá de nosotros mismos.
Quienes lo tienen saben de lo que estoy hablando.
¡Hasta la próxima!
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